La ruta crítica de la violencia de género

Columna escrita por Bárbara Sepúlveda, Directora Ejecutiva Abofem (Asociación de Abogadas Feministas)

Después de África, Latinoamérica es la segunda región más peligrosa para las mujeres en el mundo con una tasa de 1,6 femicidios por cada 100.000 habitantes. Con 95 femicidios frustrados en lo que va del año, en Chile las cifras oficiales nos muestran una realidad estremecedora que no se queda atrás. Esto, incluso considerando que la calificación de qué es y qué no es femicidio cambió drásticamente recién en marzo de 2020, a propósito de la promulgación de la denominada “Ley Gabriela””. Hasta esa fecha, la tipificación del femicidio en Chile era tan restrictiva (dentro de las más restrictivas del mundo) que la contabilización de los femicidios entre el Estado y las organizaciones feministas era bastante dispar, siempre siendo mayor el número reportado por estas últimas.

Además, solo en el 2019 se denunciaron 49 casos diarios de violencia intrafamiliar (1 cada 2 horas). Si consideramos que estos son los casos en que efectivamente hubo una denuncia formal y que un número (no menor) no se denuncia por las vías institucionales, la realidad es que la cifra es abrumadoramente mayor y, lamentablemente, estamos ante la punta del iceberg. Si a esto le sumamos que la pandemia ha propiciado el aumento de la violencia al obligar a muchas mujeres, niños y niñas, a convivir con sus agresores, se disparan números y alertas.

Dos casos recientes nos han conmovido y despertado el interés ciudadano sobre la violencia de género: el caso de Ámbar y el de Martín Pradenas. Ambos han sido emblemáticos, cada uno a su manera, porque pusieron en evidencia todas las falencias del sistema y demuestran la falta de integrar la perspectiva de género en el derecho.

En el caso de Pradenas, imputado por violación y abuso sexual a varias mujeres jóvenes, el defensor basó sus argumentos en hechos como que una de las víctimas bebió alcohol en una fiesta. Un millón de espectadores vieron en vivo la audiencia en la cual el defensor hizo alusión a la vida íntima de la víctima, como si eso justificara el hecho de que fuese abusada sexualmente y violada.

Sumado a esto, el juez en dicha audiencia desestimó la existencia de una violación en base al hecho de que la víctima se sacó una selfie haciendo el símbolo de paz, lo que refuerza el argumento feminista en contra de la cultura judicial que reproduce estereotipos y espera un comportamiento específico de las víctimas de delitos sexuales, quienes, para ellos, debiese ser de llanto, trauma o sufrimiento evidente. Asimismo, consideró como argumento para desestimar la violación alegada por otra de las víctimas, su vida sexual anterior, señalando que ella ya había solicitado acceso a anticoncepción de emergencia en otra ocasión.

Es importante mostrar lo irreal de la pretensión que está detrás del discurso de la defensa y del juez, que imaginan una víctima perfecta según sus propios estándares sesgados y estereotipados. Para ellos, una mujer bajo la influencia del alcohol no es una víctima porque para esa mentalidad y cultura patriarcal no estar en condiciones de resistirse a una violación es equivalente a consentir. Bajo su lógica las violaciones solo ocurrirían con extrema violencia y por completos desconocidos, cuando toda la evidencia demuestra que la mayoría de las violaciones suceden en los círculos cercanos a las víctimas, por sus familiares y amistades. Es decir, desconocen la realidad misma del fenómeno sobre el cual aplican la justicia.

En el caso de Ámbar vemos la forma más extrema de violencia contra las mujeres: el femicidio, y normalmente, quienes han sido víctimas de femicidio son mujeres que acudieron al sistema judicial para su protección, que hicieron denuncias, solicitaron medidas de protección, y aun así no pudieron evitar que sus agresores dieran con ellas. En su caso, al ser una niña, el sistema de protección de la infancia, la red SENAME en la que ella se encontraba, también falló. 

Cuando el sistema judicial transforma las audiencias en juicios sobre la sexualidad y el comportamiento femeninos, cuando el sistema judicial otorga medidas cautelares que se incumplen constantemente y el agresor vuelve a atacar a la víctima, la señal que está dando es: no denuncien, porque esto es lo que les va a pasar si lo hacen. Y eso es precisamente lo que el derecho no debiese tolerar. Urge la incorporación de un enfoque de género en las leyes y en la cultura judicial, donde la dignidad de las víctimas no sea vulnerada y los derechos sean efectivos, donde no se reproduzcan estereotipos y se pueda, no sólo comprender el fenómeno de la violencia, sino que fallar acorde a una real justicia.

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